domingo, 27 de enero de 2013

Alprazolam


Sucedió todo de repente, ni un solo síntoma extraño jugó a acelerar mis tiempos de reacción. Una mañana me desperté y todo había cambiado. En los primeros segundos, debatiéndome entre el miedo y el desconcierto, no pude evitar recordar a Gregorio y lo traumática que me resultó su metamorfosis.   Mis órganos internos habían perdido plasticidad y elasticidad y se fueron endureciendo hasta estar completamente recubiertos de plomo. Y mis huesos habían sido sustituidos por toscas piezas de hormigón armado.

Durante meses traté de ignorar lo ocurrido, de actuar como si nada hubiera cambiado. Día tras día arrastré el lastre hecho de mí, retando consistentemente a mis nociceptores y   contraatacando al espejo con una sonrisa bien forzada, digna de cualquier documento de identidad. Hasta que llegó ese fatídico e inevitable día en el que mi autonegación pudo más que las costuras que mantenían unida mi piel. Y el desgarro fue tan grande que la enfermedad no pudo por menos que sentirse humillada ante la convalecencia.  
Inválida, como si estuvieras atado a una silla en medio de la Castellana un viernes cualquiera a las 2 de la tarde, con los ojos cerrados por el pánico y los oídos sordos por los pitidos desesperados y enfurecidos de los coches que pasan a dos milímetros de ti y provocan corrientes de aire que hacen tambalear tu silla; así me sentía.

Tres benzodiacepinas al día y reposo absoluto de mi misma. Mientras intentaba obedecer a la segunda prescripción, y sin moverme de mi maldita silla, tomé prestado un frac y me convertí en cobrador .Desde entonces, no he dejado de perseguirme a mí misma, buscando una compensación económica por las lesiones y perjuicios provocados. Yo, que me declaré insolvente antes de empezar a ganar dinero por eso de que quien no tiene no puede perder, me paso el día rindiendo cuentas.

Sin posibilidad alguna de retribuirme la equivalencia a todo el mal causado, intento jugar al trueque con mi conciencia. Como moneda de cambio para saldar mi deuda, ofrezco respuestas a los interrogantes que me carcomen las horas y elevan los miligramos de mi medicación.

Y, así, rebusco entre la maraña de  mensajes encriptados de mi hipocampo,  en busca y captura de una fisura o pequeña grieta por dónde empezar a tirar del hilo, al otro extremo del cual estoy atada con diez pares de vueltas alrededor del cuello, a punto de morir ahogada. Como si a lo largo de todo este tiempo me hubiera hecho tan pequeña  y diminuta que fuera capaz de perderme dentro de mí, dentro de esa imagen tridimensional y vacía que los demás ven cuando creen estar viéndome. Un giro inesperado en el cuento, David siendo engullido por el gigante y poco avispado Goliat.


 Con la desesperanzadora pérdida de moraleja y el vértigo que provocan los cambios de lo aparentemente predecible, me encuentro en ese proceso de búsqueda a través de mi memoria, digna de ser el trastero del mismo Diógenes en persona.  Mis únicos estimuladores mnémicos son un par de fotos cuyos  píxeles están desgastados por el tiempo y 10 ataques de pánico que analizar detenidamente. Eso sí, esta vez nada me pillará desprevenida, he adquirido por ebay un microscopio de segunda mano con el que amplificar mi propia imagen. Lo guardaré cuidadosamente por si doy con esa maldita y escurridiza grieta y así, de una vez por todas, consigo encontrarme.

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