Sucedió todo de repente, ni un solo síntoma extraño jugó a
acelerar mis tiempos de reacción. Una mañana me desperté y todo había cambiado.
En los primeros segundos, debatiéndome entre el miedo y el desconcierto, no
pude evitar recordar a Gregorio y lo traumática que me resultó su metamorfosis.
Mis
órganos internos habían perdido plasticidad y elasticidad y se fueron
endureciendo hasta estar completamente recubiertos de plomo. Y mis huesos habían
sido sustituidos por toscas piezas de hormigón armado.
Durante meses traté de ignorar lo ocurrido, de actuar como
si nada hubiera cambiado. Día tras día arrastré el lastre hecho de mí, retando
consistentemente a mis nociceptores y contraatacando
al espejo con una sonrisa bien forzada, digna de cualquier documento de
identidad. Hasta que llegó ese fatídico e inevitable día en el que mi
autonegación pudo más que las costuras que mantenían unida mi piel. Y el
desgarro fue tan grande que la enfermedad no pudo por menos que sentirse
humillada ante la convalecencia.
Inválida, como si estuvieras atado a una silla en medio de
la Castellana un viernes cualquiera a las 2 de la tarde, con los ojos cerrados
por el pánico y los oídos sordos por los pitidos desesperados y enfurecidos de los
coches que pasan a dos milímetros de ti y provocan corrientes de aire que hacen
tambalear tu silla; así me sentía.
Tres benzodiacepinas al día y reposo absoluto de mi
misma. Mientras intentaba obedecer a la segunda prescripción, y sin moverme de
mi maldita silla, tomé prestado un frac y me convertí en cobrador .Desde entonces,
no he dejado de perseguirme a mí misma, buscando una compensación económica por
las lesiones y perjuicios provocados. Yo, que me declaré insolvente antes de
empezar a ganar dinero por eso de que quien no tiene no puede perder, me paso
el día rindiendo cuentas.
Sin posibilidad alguna de retribuirme la equivalencia a todo
el mal causado, intento jugar al trueque con mi conciencia. Como moneda de
cambio para saldar mi deuda, ofrezco respuestas a los interrogantes que me
carcomen las horas y elevan los miligramos de mi medicación.
Y, así, rebusco entre la maraña de mensajes encriptados de mi hipocampo, en busca y captura de una fisura o pequeña
grieta por dónde empezar a tirar del hilo, al otro extremo del cual estoy atada
con diez pares de vueltas alrededor del cuello, a punto de morir ahogada. Como
si a lo largo de todo este tiempo me hubiera hecho tan pequeña y diminuta que fuera capaz de perderme dentro
de mí, dentro de esa imagen tridimensional y vacía que los demás ven cuando
creen estar viéndome. Un giro inesperado en el cuento, David siendo engullido
por el gigante y poco avispado Goliat.
Con la
desesperanzadora pérdida de moraleja y el vértigo que provocan los cambios de
lo aparentemente predecible, me encuentro en ese proceso de búsqueda a través
de mi memoria, digna de
ser el trastero del mismo Diógenes en persona. Mis únicos estimuladores mnémicos son un par de fotos
cuyos píxeles están desgastados por el
tiempo y 10 ataques de pánico que analizar detenidamente. Eso sí, esta vez nada
me pillará desprevenida, he adquirido por ebay un microscopio de segunda mano
con el que amplificar mi propia imagen. Lo guardaré cuidadosamente por si doy con esa maldita y
escurridiza grieta y así, de una vez por todas, consigo encontrarme.